Hoy, alrededor de las 11:45, arribaron a la sede del Correo Argentino de Gonzales Chaves las urnas que se utilizarán en las elecciones provinciales del próximo 7 de septiembre. La Justicia Electoral inició formalmente la distribución en toda la Provincia de Buenos Aires, y los materiales quedarán bajo custodia hasta su instalación en cada mesa de votación.
Pero el movimiento no terminará allí. Antes del 26 de octubre, cuando se realicen los comicios nacionales, las urnas volverán a llegar por segunda vez en menos de 50 días. Una duplicación de esfuerzos que vuelve a encender el debate: ¿no sería más razonable organizar un único operativo, en lugar de repetir casi la misma logística en tan corto tiempo?
Un país en “modo operativo”
La Argentina atraviesa un año electoral particular: sin PASO, pero con un calendario desdoblado. Cada votación activa una maquinaria tan silenciosa como gigantesca: traslado de urnas a todo el territorio, impresión de boletas para cada lista, capacitación de autoridades de mesa, despliegue de fuerzas de seguridad y adecuación de miles de escuelas. Todo ese engranaje es imprescindible para garantizar derechos, pero también obliga a preguntarse cuánto tiempo, trabajo y logística destinamos a votar que podrían orientarse —al menos en parte— a otras urgencias.
Detrás de cada elección hay un “operativo país”. El Correo planifica rutas, habilita depósitos, distribuye padrones y materiales sensibles, y asegura que las urnas lleguen incluso a parajes remotos. Luego, cuando se cierran las mesas, el circuito se repite al revés hasta el escrutinio definitivo. Vehículos, custodias, centros de cómputo, turnos extendidos: todo eso existe, y todo eso cuesta.
Las escuelas también se convierten dos veces en centros de votación en pocas semanas. Hay que reorganizar aulas, montar cuartos oscuros, proteger mobiliario, reforzar limpieza y desinfección para que las clases retomen al día siguiente. Directivos, auxiliares, docentes y familias ajustan rutinas: un costo social difícil de calcular, pero real.
El trasfondo de la discusión
No se discute la necesidad de votar, sino cómo y cuándo hacerlo. El Congreso ya suspendió por única vez las primarias de 2025 con el argumento de alivianar el proceso; el Ejecutivo lo promulgó. Fue un reconocimiento implícito de que el sistema demanda un esfuerzo enorme. Si se admitió que podía simplificarse, ¿por qué no avanzar hacia un calendario más compacto, boleta única o tecnología que reduzca impresiones y traslados?
Mientras tanto, la vida sigue: hospitales al límite, escuelas con carencias, rutas deterioradas, comedores desbordados, comisarías sin recursos. No hace falta ponerle precio a cada flete o a cada faja de seguridad para entender que, en un país con tantas prioridades, el “modo operativo” de las elecciones debería ser más liviano e inteligente.
La democracia no es barata ni debe serlo, pero tampoco tiene por qué ser pesada. Votar debe seguir siendo una fiesta cívica, no un engranaje que consume semanas de energía colectiva. Si este 2025 abre la puerta a repensar el sistema, la mejor lección sería liberar recursos —humanos, materiales e institucionales— hacia donde más se los necesita, sin resignar transparencia ni legitimidad.