Frente a la plaza 25 de Mayo, en diagonal a la concurrida escuela N° 1, se alza un edificio que más bien parece estar haciendo un esfuerzo sobrehumano por seguir en pie. Alguna vez fue testigo de mejores tiempos, pero hoy lo que más llama la atención no es su historia, sino su evidente abandono. ¿Será que lo estamos dejando caer por accidente, o es que a nadie le importa ya?
Las persianas, oxidadas y caídas, bloquean cualquier intento de luz por entrar. Lo que antes pudo haber sido una entrada digna, hoy es un triste espectáculo de metal corroído y descuido. Quizás su aspecto ruinoso sea parte de un “plan oculto” para integrarlo al paisaje, porque parece que nadie tiene prisa por cambiar las cosas.
Mientras el edificio se desmorona en su propio silencio, los únicos que parecen renovarse son los árboles alrededor, que ya muestran sus nuevas hojas, como si nada a su alrededor estuviera mal. Y, hace unos días, vimos a empleadas municipales cortando el pasto y desmalezando la vereda. ¡Qué ironía! La fachada en ruinas sigue ahí. Quizás lo importante es que al menos el exterior se vea limpio, aunque lo que realmente debería importar se esté cayendo a pedazos.
Los niños que cruzan la calle diariamente rumbo a la escuela lo ven y, con el tiempo, quizás ni se pregunten qué solía ser ese lugar. Total, es más fácil dejar que el tiempo y la naturaleza se encarguen de lo que nadie parece dispuesto a hacer: preservarlo. ¿Restaurar? ¿Mantener? Mejor esperar que la gravedad haga su trabajo y, cuando finalmente se derrumbe, pensar: “Bueno, ya era hora”.
La entrada oxidada y los muros descascarados hablan de algo más que el simple paso del tiempo. Hablan de indiferencia. Al parecer, en esta comunidad, cuidar lo que alguna vez fue valioso no está en los planes. Mientras tanto, el edificio sigue allí, en su lenta y silenciosa caída, como un recordatorio de que cuando se trata de patrimonio, la mejor solución, al parecer, es no hacer nada.